En cuaresma, toca limpieza general


En la imagen una mano limpia un cristal sucio y aparece tras él el icono copto del amigo de Jesús.

Abrirnos a lo eterno e infinito de Dios, a su ternura y exigente propuesta, nos pide que limpiemos las ventanas de nuestra casa, las lentes de nuestras gafas, el parabrisas de nuestro coche. Pensemos en la experiencia de conducir cuando tienes el parabrisas sucio, hace tiempo que no lo lavas: la propia suciedad del aire, imperceptible a mera vista, va empolvando el cristal hasta que hace muy difícil conducir y conducirse en la vida.

La contaminación, las tormentas, el humo de tanta contaminación externa e interna va enturbiando los cristales de nuestra vida. Hay en nuestra vida una tarea de cristalero, de limpiacristales que busca que se vea la realidad tal cual es.

Por otra parte, cuánta imagen de Jesús oculta por la contaminación de los siglos, el polvo de los olvidos, la grasa de la rutina. Parte de nuestra tarea es que los demás puedan ver limpia y sin obstáculos el rostro de Cristo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia.


Para ver ese rostro del Cristo del Evangelio: samaritano, bienaventurado, pobre, desvalido, lleno del Espíritu y guiado por Él, conversador, caritativo, cercano, misericordioso, de palabras llenas de vida y esperanza, orante, místico, a ras de suelo, humano y divino a la vez, amigo, comunitario, ungido, sencillo, humilde …… Dios y Hombre.


Y ser como cristianos y como Iglesia ese rostro limpio de Cristo. Una fe profesada, celebrada, vivida y rezada …… Una fe en el Dios de Jesucristo.
Es necesario y urgente, una LIMPIEZA GENERAL para vivir una fe así.

 

MENSAJE DE BENEDICTO XVI PARA LA
CUARESMA 2013


Creer en la caridad suscita caridad
"Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él"
(1 Jn 4,16)


Queridos hermanos y hermanas:


La celebración de la Cuaresma, en el marco del Año de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para
meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el amor,
que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de entrega a Dios y a los
demás.


1. La fe como respuesta al amor de Dios
En mi primera Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre
estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del apóstol
Juan: "Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él" (1 Jn 4,16), recordaba que
«no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación
decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es
solo un "mandamiento", sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro
encuentro" (Deus caritas est, 1). La fe constituye la adhesión personal –que incluye todas nuestras
facultades– a la revelación del amor gratuito y "apasionado" que Dios tiene por nosotros y que se
manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro con Dios Amor no solo comprende el corazón,
sino también el entendimiento: "El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de
nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor.
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Sin embargo, este es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por "concluido" y
completado" (ibídem, 17). De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular, para los "agentes
de la caridad", la necesidad de la fe, del "encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor
y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por
así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la
caridad" (ib., 31a). El cristiano es una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este
amor –"caritas Christi urget nos" (2 Co 5,14)–, está abierto de modo profundo y concreto al amor
al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos
perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la
cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.
"La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de
que realmente es verdad que Dios es amor… La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios
revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz –
en el fondo la única– que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y
actuar" (ib., 39). Todo esto nos lleva a comprender que la principal actitud característica de los
cristianos es precisamente "el amor fundado en la fe y plasmado por ella" (ib., 7).


2. La caridad como vida en la fe
Toda la vida cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente
la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y nos
reclama. Y el "sí" de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de amistad con el Señor, que
llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido. Sin embargo, Dios no se contenta con que
nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí,
transformarnos de un modo tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que
Cristo vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad.
Abrirnos a su amor significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como
él; solo entonces nuestra fe llega verdaderamente "a actuar por la caridad" (Ga 5,6) y él mora en
nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
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La fe es conocer la verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es "caminar" en la verdad (cf.
Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y se cultiva esta
amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos
da la dicha de ponerlo en práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de Dios
(cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del
Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos
encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).


3. El lazo indisoluble entre fe y caridad
A la luz de cuanto hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y
caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en
ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa una limitación la actitud de
quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi
despreciando las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro,
sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y de su
laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una vida espiritual sana es
necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo moralista.
La existencia cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después
volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de este, a fin de servir a nuestros hermanos
y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que el celo de los apóstoles
en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa
respecto al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y acción,
simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta y María, deben
coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el
verdadero compartir evangélico debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012).
A veces, de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término "caridad" a la solidaridad o a la simple
ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es
precisamente la evangelización, es decir, el "servicio de la Palabra". Ninguna acción es más
benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra de Dios, hacerle
partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con Dios: la evangelización
es la promoción más alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa
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Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor
de desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada,
abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad
y de cada hombre (cf. Caritas in veritate, 8).
En definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante
el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto –indispensable– con
lo divino, capaz de hacernos "enamorar del Amor", para después vivir y crecer en este Amor y
comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de la relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los
Efesios resumen quizá muy bien su correlación: "Pues habéis sido salvados por la gracia mediante
la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que
nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras
que de antemano dispuso Dios que practicáramos" (2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa
salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta iniciativa, lejos de
limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta
hacia las obras de la caridad. Estas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual
gloriarse, sino que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe sin
obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente. La cuaresma, con
las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a
través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los
sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a
través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna.


4. Prioridad de la fe, primado de la caridad
Como todo don de Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co 13),
ese Espíritu que grita en nosotros "¡Abbá, Padre!" (Ga 4,6), y que nos hace decir: "¡Jesús es el
Señor!" (1 Co 12,3) y "¡Maranatha!" (1 Co 16,22; Ap 22,20).
La fe, don y respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado,
adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el prójimo;
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la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que precisamente este Amor es la única
realidad que vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la
esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su
parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos hace adherir de
modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos.
Infundiendo en nosotros la caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de
Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5).
La relación entre estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales
de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum fidei) precede a la Eucaristía
(sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano.
Análogamente, la fe precede a la caridad, pero se revela genuina solo si culmina en ella. Todo parte
de la humilde aceptación de la fe ("saber que Dios nos ama"), pero debe llegar a la verdad de la
caridad ("saber amar a Dios y al prójimo"), que permanece para siempre, como cumplimiento de
todas las virtudes (cf. 1 Co 13,13).
Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a
celebrar el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios redimió al
mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo precioso reavivando la fe en
Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana
que encontramos en nuestra vida. Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada
uno y cada comunidad la Bendición del Señor.


Vaticano, 15 de octubre de 2012
Benedictus PP. XVI
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